martes, 3 de abril de 2012


Entregar los tesoros 

J. Arturo Sánchez Trujillo.


 Ilustración Cachorro


Sobre Hijos del tiempo y las andanzas del poeta Raúl Gómez Jattin en Medellín.


Mi amigo el poeta Raúl Gómez Jattin, a quien conocí en el Tercer Festival Internacional de Poesía en Medellín, dejó muchos recuerdos en la ciudad. Aquí fuimos cómplices de aventuras surrealistas, humeantes saraos y múltiples episodios quijotescos, durante los meses crudamente alucinantes del año 1993.

Le habíamos rescatado de una cárcel en Cartagena, donde lo encerraron por consumidor inaceptado y otras cosillas nada santas, a las que se atrevía en su diario peregrinar por las murallas, donde asustaba y asombraba a turistas con su verbo, su pose y sus candelas. Enviamos una carta invitándolo al evento y pidiendo su libertad; la misiva llegó como lotería premiada justo hasta la dirección del presidio; fue una oportunidad que no desaprovecharon sus carceleros, para EXTRADITARLO A MEDELLÍN y asegurarse de no verlo más alternando pilatunas con el campeón Kid Pambelé, en sus irreverentes cosas de "poeta maldito" por las calles de la llamada heroica. De paso, los moralistas suspiraron contentos.

Su venida fue motivo, quién lo creyera, de largas discusiones con algunos asustados miembros del comité organizador del Festival, que le tenían miedo y envidia revuelta, no solo por su particular y casi siempre incómoda manera de vivir sin límites, sino además por el brillo de su pluma. Al final pusieron una difícil condición para su venida: alguien del mismísimo comité organizador tenía que hacerse responsable de su control, y yo alcé la mano. Aunque eso, sobra decirlo, era imposible no solo por él, sino porque yo no garantizaba ni siquiera conmigo los controles que querían los poetas del paraíso. "Bueno —dijeron torciendo sus ojos—, un loco cuida otro loco".

Por aquí estuvo varias semanas y se robó como nadie la atención, admiración y aplausos del público de abajo y de arriba, que coreaba su nombre como lo hacen con los jugadores de fútbol en los estadios. Esto desató la ira y el celo tanto de algunos estirados escritores, como del más taimado trásfuga del Festival, ese oscuro demagogo de la "fraternidad poética" que terminó interesándose más por los números que por las letras. Así que trataron de sacarlo de programaciones consideradas problemáticas, con el fin de evadir sus indirectas y zafadas irónicas en tarima, y utilizando sutiles artimañas le pusieron algunas zancadillas seguras, de manera que, junto con su imprevisible edecán, cayera duro contra el pavimento.

Lo que ocurrió en estos días de estadía de Jattin en la pobre Villa del Aburrá fue de película. El director de cine Víctor Gaviria lo filmó y con él nos divertimos muy amistosamente en un libreto improvisado con mucho azúcar. Como los politiqueros de turno empezaron a ver votos en las multitudes de jóvenes que asistían a las lecturas de poesía, no demoraron en acercarse, deseosos de empeñar y empañar el carácter libertario del evento. En esas, el alcalde de turno nos dio dizque las llaves de la ciudad y en los jardines de su propia alcaldía le hicimos humo.

Terminado el Festival, Jattin tuvo que internarse en el hospital mental. "Qué hago cuando se te corra bien la teja", le pregunté el domingo que llegó, y me dijo: "¡Eche no joda! ¡Tranquilo! Me llevas a una cárcel mental que ahí la paso tomando nota y mamando gallo". Cuando fui a la primera visita él mismo me abrió la puerta del patio y me presentó a un fortachón que supuestamente lo vigilaba, le pidió prestada una grabadora para que oyéramos a su amigo Serrat mientras otros internos le hacían ruedo, y pasando por la administración, ordenó con mucha seguridad la hora exacta de sus pepas. En los quince días de atención en el siquiátrico fue pues rey y señor, respetado, atendido y obedecido.

El músico Alfredo de la Fe fue al hospital a darle aliento y plata, pero él le murmuró que no se equivocara pensando que estaba enfermo, que era en esos patios donde acrisolaba su obra. Y hasta Pablo Escobar trató de contactarlo deseando que le escribiera no sé qué cosas, utilizando para ello a un pistoloco suyo que estaba en terapia, el cual apenas dado de alta cursó gentil invitación "a un sancocho en Envigado". Sin embargo el día de la comilona aquella no cumplió la cita: estábamos intercambiando versos y fumarolas masoquistas en el aeropuerto de la Universidad de Antioquia, al pie de las raíces del caucho mayor que los usuarios empezaron a llamar el árbol de Jattin.

Cuando el poeta decidió alargar su visita indefinidamente, argumentando que no quería volver a la calurosa cárcel de Cartagena, creció la encrucijada y alta preocupación de algunos zascandiles. Tratamos de alojarlo en un hotel distinto al Ambassador, lugar de albergue de los invitados al Festival, donde fue vetado irrevocablemente. Pero cuando llegábamos a los trámites, como quiera que él gesticulaba manoteando al aire en soliloquios, siempre nos cerraban el paso y nos señalaban la puerta de salida desde la recepción.

Milagrosamente logramos que en la villa deportiva, lugar de paso de los jóvenes gimnastas de provincia, se le asignara una habitación, pero eso solo duró una noche. La directora, después de expulsarlo la mañana siguiente, llamó histérica a la oficina del Festival diciendo que se la había pasado toda la noche "andando en cueros y fumando porquerías en los corredores". De inmediato, con la negra, abogada parcera del bailoteo y la salsa en los bares de Carabobo, conseguí que se le arrendara un cuarto en una vieja casucha acondicionada como hospedaje por un policía jubilado. Por una extraña casualidad del destino quedaba en las fronteras con el barrio Niquitao, desde donde el poeta pasaba como saliendo al solar a los traviesos escondites de la corraleja. De allí regresaba a sus habitaciones, levitando con sendos camaradas y sendas consecuencias.

Una noche me llamaron a eso de las tres de la mañana a mi refugio transitorio, donde una muy querida musa me daba albergue. A gritos y angustiado, un hombre me conminó: "¡Oiga! ¡Oiga! Usted es el Jota, el encargado del loco. Venga por ese jueputa que lo eché, y no respondo… Ahí está empelota tirándole piedras a la casa. ¿Oye esos trancazos? Son piedras que está tirando a la puerta".


Enmochilé una pantaloneta de mi querida que sabía le quedaba al gigante poeta, por ser ella de generosas caderas. Me demoré una hora larga en llegar porque no pasaban buses y no alcanzaba el billete para un taxi, puesto que ya el de los hilos y la bolsa del Festival había decidido cerrar puertas y ayudas. Ese mismo "angelito" se tomó a renglón seguido el derecho de amenazar con el ostracismo a Jattin, el reconocido poeta de las letras colombianas, y a este su casual escudero: "Donde estén, no estoy yo, y el que ande con ellos, no viene conmigo", rabió.

Encontré a Jattin en la acera como si fuera Adán antes de Eva pero ya con la serpiente: elevaba sus ojos al cielo, meditando y bañado en un picante perfume. Se enmelcochó con un frasco de pachulí, el único equipaje que le dejaron sus amigos de Niquitao: "Me lo robaron todo Jotica —informó cuando lo sacudí—. Solo quedó este perfume de rosas y el I Ching que usted me regaló, ahí está guardado en el ventorrillo de la esquina".

Se vistió, si se puede decir eso. "Pilas hermano que estamos en cero y en la mira", alerté pidiendo que le bajara un poco al acelerador. Como si nada me contestó sonriente, "¡Epa! ¡Qué me vas a decir tu güevadas! Si mi vida y mis cosas les asustan, las tuyas les dan miedo". Luego fuimos por el libro de los cambios, lo recuperamos con mil pesos; los 500 que quedaban sirvieron para ofrecerle un fatal café con leche en un tintiadero nocturno. Sucedió que la bebida trajo consigo una nata. De inmediato, con sonoro palmoteo, Jattin exigió que se lo cambiaran. "No sea marica —le refunfuñó al de la venta—, le he dicho que me dé el café bien limpiecito". Sin mediar palabra, el fulano aludido, que parecía conocerlo, sacó una peinilla con el gran interés de aplancharlo. Me les puse en medio: "No ve que está enfermo"; pero el hombre gritó furioso: "Yo también estoy loco, malparidos", y tuvimos que emprender las del correcaminos por las aún oscuridades de la Oriental con Amador.

A esa hora en el reloj de las tragicomedias estábamos ardiendo en la pira. Pagando el precio que tienen que pagar quienes siendo leales a su poesía viven y sienten como son, y parecen recordarle al mundo desde la contracorriente que esto no es el Edén, que hay llagas por tocar con un poco de metáforas ácidas, pero además, que la poesía no es solo o sobretodo un asunto de timoratos enmielados, de falsos románticos cantándole al poder, a inexistentes amores de sillas barrocas o a las florecitas.

Estábamos embalados. Muchos se escurrían en la esquina cuando veían merodeando a Jattin en lontananza y más aún si estaba conmigo. Ni en La Arteria, ni en el parque del Guanábano. Ni en La Boa, ni en Pastelería Santa Elena. Ni en El Jurídico, ni en Salón Versalles. Ni en La Polonesa… ni en parte alguna nos admitían. Solo nos quedaba el amplio y fresco paisaje siempre maleducado de Medellín. Los aduladores ya se habían gastado los aplausos, detrás de los cuales, se sabe, no faltan las patadas. Al final de esta aventura, considerados violadores de leyes sagradas, terroristas de la palabra contra la normalidad y las hipócritas costumbres paisas, todo nos terminó muy mal. Fuimos tirados al infierno de los poetas que es su mismo cielo: la calle. Sacrosantos motivos tendrían.

Esto es el pico de lo ocurrido, porque pasaron otras muchas cosas dignas de relatar que bien podrían ser un capítulo anexo de Las mil y una noches, en un lugar de las manchas de Medellín. Algún día sin duda lo terminaremos de hacer, evitando que estas extraordinarias historias sean ignoradas por saltimbanquis de pasarela que quieren hablar, registrar y compartir solo glorias mentirosas repletas de egos mesiánicos. Reseñaré algunas que me encalambran la lengua. A saber, el tragicómico rescate de su poemario El esplendor de la mariposa, de las bodegas del aeropuerto. De cuando Jattin expulsara a su antiguo siquiatra y lanzara diatribas a un reconocido poeta en la lectura de la Biblioteca Pública Piloto. Acerca del encuentro y rosario de besos con León Zuleta en La Arteria. El incidente de una palmadita en el culo con unos bandidos que por poco le dan un balazo. De cómo dejó a un numeroso público en el recital extraoficial del paraninfo, prefiriendo comer sandía en el parque. El curioso caso de la revisión y los tachones que hiciera en la fiesta de salida del manicomio a algunas dedicatorias de sus poemas. Las minucias de aquel viernes, cuando rompiendo las últimas camisas de fuerza se despidió de las oficinas del Festival con dos frases cortas dirigidas al director: "Ajá, ¿qué verga es esta? Usted ni siquiera es humano".

En fin, hay tanto que espulgar aquí que ya me he pasado en cuartillas. Lo que quería en esta nota, además de rememorar unas cosas, era presentar a la vista y recordar la bella edición de Hijos del tiempo, publicación que Raúl Gómez Jattin dedicara a la pintora Bibiana Vélez Cobo, su ilustradora y gran amiga, que lo acompañó como nadie esa vez en su trajín desde la cárcel, superando innumerables obstáculos para que participara en el Festival de Poesía en Medellín. Este fue un texto que Raúl dejó olvidado en mi refugio y que siempre guardé como un valioso tesoro ajeno, esperando devolverlo a su dueña. A ella, de puño y letra el poeta le escribió en su primera página: "para el hada bibiana. La de alas de hielo y fuego. La que tiene en las manos los colores de la noche y el día".

Hoy me ha llegado la respuesta de un correo que le mandé hace meses a Bibiana. La he localizado en España después de 18 años de búsqueda. Me dice que viene a Medellín, que está preparando una exposición sobre Jattin en Bogotá, donde se exhibirá dicho libro. En uno de tantos lugares del centro de Medellín, donde queda el aroma y el humo de estas andanzas, le entregaré su tesoro a Bibiana. Nunca me olvido de entregar los tesoros ajenos.

Fuente:
Revista Universocentro, Número 32 - Marzo de 2012
http://www.universocentro.com/NUMERO32/Entregarlostesoros.aspx

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